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lunes, 2 de diciembre de 2013

El miedo y los sievert (Artículo de Gonzalo Cansino)


Tras el accidente nuclear de Japón - Fukushima -, el nombre del físico sueco Rolf Maximilian Sievert ha escapado –como una fuga radiactiva– del reducto de la jerga científica para infiltrarse en el lenguaje de la actualidad. El sievert (Sv) es quizá la unidad internacional más tenebrosa, pues mide los efectos biológicos de la exposición radiactiva en los seres humanos. Para el común de la gente, se trata de una medida abstracta e incomprensible, como lo es la propia fisión nuclear. Sus dígitos pretenden informarnos de un fenómeno invisible y hasta cierto punto inverosímil, si no fuera porque sabemos, a ciencia cierta, que la radiactividad existe y nos puede matar.

La radiactividad está presente en el medio ambiente de forma natural, aunque en cantidades que no representan un problema para la salud. Por término medio, cada persona recibe una radiación ionizante de 3 mSv al año, el 80% procedente del espacio exterior y de las rocas, y el resto, de aplicaciones médicas. Así, una radiografía de tórax implica una dosis de 0,1 mSv (equivalente a la radiación natural de 10 días); una mamografía, 0,4 mSv (equivalente a la de 7 semanas), y un escáner abdominal, 15 mSv (5 años).

¿A partir de qué umbral la exposición radiológica es peligrosa para la salud? Es difícil de precisar, porque todo es arbitrario, e influyen la proximidad a la fuente, el tiempo de exposición, el tipo de material radiactivo, las condiciones atmosféricas y la edad, entre otros factores. Además, las partículas radiactivas pueden ser inhaladas o ingeridas con alimentos contaminados. Sabemos, eso sí, que una exposición aguda de 1 Sv causa envenamiento por radiación, con síntomas como vómitos o pérdida del pelo, que con dosis de 3 Sv aparecen hemorragias y que con más de 7-10 sV sobreviene la muerte.

Pero para sufrir estos niveles de exposición hay que estar muy próximo a una fuente radiactiva. En el accidente de Chernóbil de 1986, murieron 31 personas y varios centenares resultaron gravemente contaminadas. Entre las 135.000 personas que vivían en las proximidades de la central y tuvieron que ser evacuadas, aumentó la incidencia de cáncer de tiroides, leucemias y otros tumores, especialmente en niños y jóvenes, pero 25 años después todavía no se conoce con precisión el impacto de la exposición radiactiva sobre la salud.

Para alguien que vive en Japón, las indicaciones de la Organización Mundial de la Salud sobre el riesgo de las radiaciones ionizantes son desesperadamente imprecisas: “La exposición a altas dosis de radiación puede incrementar el riesgo de cáncer”. Las recomendaciones para minimizar los efectos de la exposición radiactiva están aparentemente claras: evitar el consumo de alimentos producidos en la proximidad, tomar pastillas de yodo para prevenir el cáncer de tiroides, encerrase en casa... Sin embargo, tan difícil es protegerse del todo como conocer el riesgo real por una determina exposición.

El hongo nuclear elevándose sobre Hiroshima o Nagasaki en 1945 es la imagen icónica de la destrucción nuclear y, junto con la doble hélice de DNA, uno de los grandes iconos del siglo pasado, marcado por el predominio de la ciencia y la tecnología. Una explosión nuclear mata principalmente por la tremenda cantidad de energía liberada, pero ¿cómo podemos visualizar la radiactividad y sus efectos crónicos sobre la salud?

Las sustancias radiactivas contienen átomos inestables que se desintegran continuamente, así que podemos imaginar la radiación ionizante como un incesante bombardeo a nivel molecular. Si estas explosiones ocurren en el interior del organismo, porque se han inhalado o ingerido partículas radiactivas, este bombardeo puede dañar la maquinaria celular y el material genético, impidiendo la síntesis de proteínas y provocando alteraciones genéticas que conducen a un cáncer.

La web japonesa www.microsievert.net, que informa de la radiactividad ambiental en el Kanto (la región de Tokio), muestra los niveles de exposición como una lluvia de partículas más o menos densa. Pero todo sigue siendo demasiado abstracto, y estas inofensivas imágenes no permiten controlar el miedo a la incertidumbre y a lo invisible que infunde la radiactividad. Los sieverts dan miedo, claro está, pero nos faltan unidades de medida para el miedo. Si las hubiera, quizá tendríamos una visión mucho más clara del peligro radiactivo y, sobre todo, de cómo funciona la mente humana.

Gonzalo Casino (Vigo, España, 1961) es periodista y pintor. Su curiosidad se enfoca hacia las confluencias del arte y la ciencia, el lenguaje y la salud, la neurobiología y la imaginación, la imagen y la palabra. Licenciado en Medicina, con postgrados en edición y bioestadística, trabaja en Barcelona como periodista científico e investigador y docente de comunicación biomédica, además de realizar proyectos individuales y colectivos como artista visual. Ha sido coordinador de las páginas de salud del diario El País y director editorial de Ediciones Doyma (después Elsevier), donde ha escrito desde 1999 y durante 11 años la columna semanal Escepticemia, con el lema “la medicina vista desde Internet y pasada por el saludable filtro del escepticismo”. Ahora ha reanudado esta mirada sobre la salud y sus intersecciones con la biomedicina, la ciencia, el arte, el lenguaje y otros artefactos en www.escepticemia.com y en el portal IntraMed.

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